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El pecado que mora en mí

Dicen que una monja se fue de un convento porque allí le hablaban mucho de amor pero en su casa la querían más… Valga esta broma como introducción a que no os voy a dar la vara con charlas metafísicas y volátiles sobre el amor. Pero si quiero reflexionar algunos puntos sobre este tema capital con vosotros.
El Evangelio de este domingo era corto pero intenso. “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado”(Jn. 13,34) nos decía Jesús. Bonitas palabras. La belleza en estado puro sale de los labios de Cristo. ¿Pero es posible darle cumplimiento a tan buenos propósitos…?
Que trabajo nos cuesta amar. Y digo amar, no querer o tener cariño. Amar es más profundo. Amar es darse sin esperar nada a cambio. A menudo nosotros somos como los bancos: Damos de nuestro “amor” pero esperando que nos devuelvan pronto lo mismo y con los intereses… eso no es amor. Eso es una forma incipiente de prostitución.

 Eso no deja de ser un amorcillo que entra en los comercios de la compraventa. El amor es otra cosa. Es completamente desinteresado, hace que uno se olvide de sí mismo y de sus intereses y que sólo se preocupe del otro. Ese es el amor de los auténticos esposos. El amor natural entre padres e hijos. El amor de los amigos de verdad. El amor al trabajo como realización vocacional. El amor cristiano al prójimo. Todo puede ser auténtico amor si se enfoca desde la entrega incondicional al otro. Humanamente hay que salir de uno mismo para poner al otro en el lugar privilegiado de nuestro corazón. Cristianamente hay que poner a Cristo en ese lugar privilegiado para con su amor amar a los otros. No hay otra forma de amar que ésas.
Demos un paso más: El amor humano puede fallar, puede venir a menos, puede incluso desaparecer. Si no hay correspondencia es lo más normal del mundo. Lo vemos en las rupturas matrimoniales, en los múltiples cuernos físicos o de pensamiento que se dan hoy en día. Se acaba la chispa, la pasión, el enamoramiento… y a buscarlo por otro lado. Dicen que dos no se pelean si uno no quiere. Humanamente tampoco dos personas se pueden amar si uno no quiere. Y digo humanamente, porque cristianamente sí. El amor cristiano – la caridad- no entiende de correspondencias. Jesucristo, San Francisco, la Madre Teresa o la legión de Santos del cielo obraban sin esperar a veces otra cosa que no fuera incomprensión e insultos. Cristo y los mártires murieron perdonando -amando- a sus enemigos. Ni lo más importante de este mundo, la propia existencia personal, tiene valor en sí comparable al amor cristiano.
A nosotros nos resulta relativamente fácil amar a las personas queridas. Amamos a los padres, a las personas de las que nos enamoramos, a los amigos, a los hijos… es un amor fácil: si amáis a los que os aman ¿qué merito teneis? también los paganos lo hacen… (Lc. 6, 32). Lo difícil es el amor cristiano, el amor al otro porque es hijo-a de Dios y hermano-a en Cristo. Y si nos odia o nos la juega… ¡más lo tenemos que amar! ¿difícil, verdad? Evidentemente. La cruz no fue fácil, el seguimiento del crucificado tampoco puede serlo…

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